-Cariño, ¿me estás
espiando? Confío en que no.
-¿Espiarte…? No; me… me
pareció que había oído…
-Subamos, por favor. Me iba
ya.
Tratando
de sonreír a mi querida esposa. Esforzándome por no parecer brusco, irritado.
(…)
También
me molestaba que se hubiera maquillado –lápiz de labios de un rojo coral pálido
y nariz empolvada, además de collar y pulsera de plata-, lo que indicaba que
había estado en la Friends School aquel día, con sus colegas. Se había vestido
con elegancia y se había peinado de otra manera. Llevaba un calzado llamativo:
sandalias abiertas por detrás, de tacones bajos, que tuve la seguridad de no
haber visto nunca. En casa, a solas con su marido Andrew, raras veces se tomaba
la molestia de maquillarse y vestía vaqueros, camisas y jerséis informes y un
viejo par de zapatillas deportivas.
(…)
-Andrew, ¿por qué pareces
tan… enfadado? Lo siento mucho si te he molestado… no estaba “espiándote”, de
verdad que no… Acabo de llegar a casa y se me ha ocurrido decirte hola… No
estabas en tu estudio… Me ha parecido oír voces en el sótano…
(…)
Nos
encontrábamos ya en el piso de arriba. Irina me rehuía. Tartamudeando y como si
se disculpara, (…)
-Lo siento mucho (…) ¿Por
qué le das tanta importancia? ¿Por qué estás tan enfadado?
Advertí
miedo en los ojos de aquella mujer. ¿Por
qué demonios le doy miedo a mi esposa?
-¡No estoy
enfadado, Irina! Eso es un insulto.
Irina
seguía rehuyéndome, y se habría marchado a toda prisa de no ser porque mi mano
alcanzó a sujetarla por el hombro; pero dio un gritito de sorpresa y de dolor y
la solté en el acto.
Nos
miramos durante un momento, los dos conmocionados y jadeantes. No podía creer
que mi mujer me hubiese forzado a comportarme de una forma totalmente contraria
a mi manera de ser, ni que empeorase la situación diciendo, medio entre
sollozos:
-No
te soporto cuando bebes, Andrew. No eres tú… me asustas.
-Eso es un insulto. No he estado
bebiendo.
Irina
me dejó y subió corriendo las escaleras.
Durante
toda la noche y parte del día siguiente Irina me evitó. (…)
-(…)
Le pediré disculpas a Irina. Nunca volveré a beber.
Muy
de mañana, antes de que yo estuviera del todo despierto, Irina se había
marchado a la Friends School. Por vez primera en nuestro matrimonio uno de los
dos se había ausentado sin despedirse del otro.
(…)
-¿Irina?
Lo siento mucho. No sé qué es lo que me pasó… No me di cuenta de que había
estado bebiendo tanto. Ni siquiera me di cuenta de que bebía, así de sencillo.
Le hablaba con sus delicadas manos entre las mías. Acariciándole los
dedos, rígidos entre los míos, sin resistirse del todo, pero sin ceder tampoco.
(…)
-¿Me
perdonas, Irina? Te prometo que no volverá a suceder.
Irina
tenía los ojos bajos. Su actitud era sumisa, cautelosa.
-Es
la tensión a la que he estado sometido y de la que no había querido hablarte…
(…)
Mi carrera, no la suya. ¿Por qué Irina Kacinzk no había luchado con más
convicción, por qué se había sometido a
mí?
Mi
esposa había estado fuera todo el día –desde más o menos las ocho de la mañana
hasta las seis de la tarde-, sin contestar a ninguna de mis numerosas llamadas
a su móvil. Había herido sus sentimientos, por supuesto. Una mujer también
tiene orgullo, y no debe permitirse parecer más sumisa de los necesario en el
matrimonio. De todos modos mi querida Irina sentía tanta devoción por mí, y su
subsistencia dependía tanto de Andrew J.
Rush, que sin vacilar un instante se interesó por mi situación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario